jueves, 21 de noviembre de 2013

Paradise Lost

Barcelona, Sagrada Familia

Las primeras líneas van surgiendo sobre el papel a duras penas. Dibujando de pie junto a un semáforo -mala elección- cuando está en rojo para los peatones las hordas de turistas van asomándose al pasar a las páginas del cuaderno. Sin embargo, según avanza el tiempo y los trazos van haciéndose más densos, la multitud va difuminándose en la mirada y, en cambio, la catedral va adquiriendo una corporeidad heroica.

Al rato ya no resultan perceptibles los grupos de visitantes, ni siquiera el denso tráfico resulta audible, y el juego volumétrico de torres y pináculos adquiere la rítmica coherencia de una partitura clásica, para acabar desgranándose en una espiral de formas orgánicas que representan una secuencia de escenas cuyas claves el hombre actual ya no puede descifrar, pues ha perdido las referencias culturales para interpretarlas.

En ese momento surge la pregunta: ¿Qué pasó? La insoportable banalidad de la arquitectura del consumo actual palidece frente a la densidad intelectual que condensa una creación como la Sagrada Familia: en ella se conjugan de forma admirable y revolucionaria espacios y volúmenes, la piedra y el aire, la milenaria tradición occidental de constructores de catedrales con las singularidades de la cultura catalana y la genialidad de un maestro, y una arrolladora libertad formal se embrida con una estricta lógica matemática. ¿En qué momento exacto perdimos todo esto? 

La Sagrada Familia es el testimonio de una edad en que nos creíamos ser mejores de lo que realmente somos, supongo. Verdún, Auschwitz e Hiroshima se interponen ahora entre ella y nosotros, y de repente somos conscientes de nuestra irremediable soledad. Aquella época distaba de ser un edén, y en ella las injusticias eran flagrantes, sin embargo la humanidad aún poseía una cándida confianza en el progreso, trufada de falsas certidumbres. Pero, ¿Acaso no era la capacidad de crear obras como ésta la que nos hacía mejores?
Aquí se construye una catedral...


At first, a few lines hardly come out of the paper. Standing next to a street light -bad choice!- amounts of tourists look into the sketchbook as they pass by. However, as time goes on and the lines become more dense, the crowd becomes less noticeable and the cathedral is assuming an heroic corporeality .

After a while visitor groups are no longer perceptible, even the heavy traffic is not noticed, and the volumetric play of towers and pinnacles acquires the rhythmic consistency of a score, to finish unraveling into a spiral of organic shapes that represent a sequence of scenes whose keys a man of our time can not decipher.

At a point the question arises : What happened? The unbearable banality of the architecture of our age pales in front of the intellectual density that condenses a creation such as the Sagrada Familia: it combines in an admirable and revolutionary manner spaces and volumes, air and stone, the ancient western tradition of  cathedral builders with the singularities of Catalan culture and the genius of a master, and a sweeping formal freedom is clamped with a strict mathematical logic. In which exact moment did we lose all this?

La Sagrada Familia is the testimony of an age when we thought we were better than we really are, I guess. Verdun, Auschwitz and Hiroshima stand in between it and us, and now we are aware of our irremediable loneliness. That time was far from being a paradise , and in it there were flagrant injustices, and yet humanity still had a naive belief in progress, riddled with false certainties . But was not it the ability to create works like this that made ​​us better ? 
Here, a cathedral is being built...